A finales del mes de octubre, y sin pensarlo demasiado, decidí cumplir una de las tantas cosas que están almacenadas en el cajón de «pendientes», y me fui a hacer el Camino de Santiago.
Sin saber muy bien el porqué, el motivo de mi aventura, la razón de mi «peregrinaje», pero con una sensación interna muy nítida que me empujaba a realizarlo, finalmente el día 19 de octubre, sin nadie más que yo y mi mochila, cogí un tren desde Valencia que me llevó a Ponferrada.
Fueron 10 días intensos, de muchos aprendizajes, encuentros y experiencias.
De entre todos los recuerdos de aquellos días, hay algunos que han quedado grabados con mayor fuerza en mi interior. Uno de los días, recuerdo haber llegado a un lugar lleno de solemnes castaños, y al girar una pequeña curva había una casa, donde una mujer trabajaba en su huerto, mientras unas vacas al lado pastaban con una envidiable tranquilidad.
Maravillado por tamaño espectáculo de colores, sonidos, olores y sensaciones le dije a la señora «¡qué maravilloso lugar!», y entablamos una conversación que fue derivando hacia rutas interesantes, y así, sin quererlo, empezamos una charla sobre la grandeza de las cosas pequeñas, sobre lo grandioso que existe en la sencillez, durante unos minutos.
Fueron 15 minutos de conversación, pero fueron suficientes para que las palabras que escuché de boca de aquella mujer me interpelaran y cuestionaran muchos de mis paradigmas personales. Recuerdo con muchísima nitidez su mirada, y cómo sus ojos, llenos de vida, brillaban especialmente mientras compartía conmigo su manera de vivir.
Me dijo… «¿ves todo esto? Pues esto es lo que a mí me hace feliz. Comparto mi vida con mi marido en este lugar, y tenemos todo lo que realmente necesitamos para vivir: un huerto con mis verduras, mis animales para la carne, y demás cosas… y cuando necesitamos pescado, vamos al pueblo más cercano y lo compramos. Me siento todos los días aquí y disfruto de todo esto… Nuestros hijos vienen a visitarnos de vez en cuando, y con esto soy inmensamente feliz. ¿Qué más se puede pedir?»
Continuó con su reflexión comentando lo mucho que se sorprendía cuando le echaban en cara su falta de interés por conocer más cosas, ampliar su perspectiva, y hacerse una «mujer de mundo». «No entiendo -decía- la manía que tiene la gente de tildarme de inculta, o de pueblerina… El otro día vi en la tele cómo se metían con una mujer que no tenía firma, y tuvo que hacerlo con su huella dactilar… Veía pasmada la manera que tenían de hablar de ella, recriminándole cómo una mujer en pleno siglo XXI, era tan inculta! Hasta se reían y decían que cómo era posible que aún existieran personas así, tan alejadas del mundo real…»
Entonces me dijo, mirándome fijamente a los ojos: » ¿Sabes lo que te digo? Que para mí, esto (señalando su casa, su huerto y sus animales) es vivir con mayúsculas… esto es vivir de verdad, este es el mundo real, mi mundo… ¿para qué quiero complicarme trabajando durante media vida para poder pagar las deudas que he generado comprando cosas que realmente no necesito? Los que no saben vivir son ellos…»
Sabiduría en estado puro, que emergía del lugar más inesperado, rodeado de vacas, cabras, robles, verde por doquier… naturaleza viva.
En algún sitio leí que si esperamos a que nos pasen cosas espectaculares para sentirnos vivos, nos arriesgamos a que nuestra vida pase por delante… sin haber vivido.
La sencillez como aspiración vital. Ese fue el gran regalo que me llevé de aquel maravilloso encuentro.
Borja Ruiz
@borjaruizg